POEMA DE LO QUE LLAMAMOS PAZ
Jesús Díaz Hernandez
I
Guiño de ojo púrpura,
mirada perdida al más allá
donde no hay nada,
solo el abismo.
Paz buscada entre los siglos.
Voces de penumbra, indescriptibles,
toscas, aullantes…
Entrar y salir, ocupar espacio,
ser algo entre la multitud,
ser alguien en soledad.
Vaciar el alma de parásitos,
podredumbre mística.
Ser nosotros mismos, almas en pena,
los otros, cuerpos marchitos…
Náufragos todos del tiempo.
II
La paz no existe porque hemos perdido
el don pacificador de mirar al otro,
de hablarle.
El don que nos habitaba…
…y, a nuestro pesar, nos consumía.
El don que nos socorría cuando
al alzar la mano amenazante
creíamos hacer justicia.
El don que miraba pasar el tiempo
con ojos dementes y bondad extraña
para evitar nuestra sonrisa fingida.
El don que nos advertía:
La sumisión a las urgencias vanas
nos hace taimados, nos quiere crédulos.
El poder de los grandes ritos
nos hace inútiles…., quizá superfluos.
III
Padecemos una arcaica armonía
con la grandeza del sol
y las raíces de la tierra,
con los fastos del triunfo
y el honor de la derrota,
con la ancestral fusta de cuero
y las sagradas reliquias de oro,
con la muerte y con el llanto.
Siempre fusilando atardeceres
con el único límite de la noche.
Las batallas de la paz
no se ganan en la guerra.
Las conciencias furtivas pasean
a diario por las calles de la vida
esperando redención.
Nuestras excusas no sirven
para mirar al futuro.
IV
La paz marchita los arbustos de fusiles
que jardineros de hielo plantaron
cuando la luna perdió su noche.
La paz agosta las bombas de racimo
cortadas tras cruel maduración.
La paz ejerce de filoxera expiando
la culpa de vendimia tan fiera.
La paz belígera recalcitrante
contra el mercadeo infame de los
portadores de fuego, de exterminio.
Alumbremos el futuro:
La paz no se busca, se encuentra.
La paz no se pide, se desea.
La paz no se llora, se lucha.
Olvidemos las oraciones de súplica
que la lluvia sume en el olvido,
desertemos de fanatismos atávicos,
abdiquemos de la eterna victoria.
Las abejas no necesitan el aguijón
para libar el néctar de las flores.
La colmena expulsa a los desalmados,
nutre con miel a los que reniegan
del odio y, entre cera, entierra sus armas.
El riesgo del olvido no excluye la evidencia:
El hombre exprime con tesón su soberbia
pero sabe curar sus heridas.
La paz no puede ser una quimera.